El escritor Camilo Di Croce en “Pagina 12 ” de Rosario

Los peces de la revolución productiva

Por Camilo Di Croce

7 de agosto de 2025 – 00:00

. Imagen: Andrés Macera

Nunca voy a olvidar cuando Argentina jugaba la final del 90. En el pueblo cayó un chaparrón y, con los pibes de la cuadra, disputábamos nuestro propio partido, ajenos por completo a lo que ocurría en el viejo continente. 

Lo dejábamos en manos de un tal Maradona, mientras pateábamos la pelota contra el alambrado de doña Eusebia, intentando gambetear como ese tal a los ingleses en 1986. Éramos esos chicos que no vieron jugar a Maradona, sino que lo imaginaron, no abundaban televisores en el barrio y acceder a una buena imagen era difícil.

Crecimos con la repetidora de ATC. Nuestras casas y ranchos, además de chimeneas, tenían su propia antena: un par de columnas de hierro que se alzaban en algún rincón, coronadas por una estructura de aluminio. La antena se conectaba directamente al televisor a través de un cable que captaba la señal de la repetidora de ATC o, con suerte, cerca del atardecer, lograba enganchar Canal 13 de Santa Fe.

Podíamos girar la antena sobre su eje con un alambre que bajaba desde el techo. El pulso, la orientación geográfica y una buena comunicación eran clave, ya que un simple movimiento podía arruinar todo. Dentro de la casa se escuchaba: “¡Para el otro lado!”. ¿Y cómo sabía el que estaba afuera cuál era ese “otro lado”? Suena gracioso, pero podía arruinar una novela, el noticiero, o una preciada película.

Con los noventa apareció el cable coaxial. Tremenda novedad, aunque las antenas aún resistían. Pronto comenzó el tendido de cables en el pueblo, y lo mirábamos con asombro, como quien presencia algo extraordinario. A los pocos días, en el patio del vecino aparecieron dos antenas enormes pegadas al suelo. “Son parabólicas”, aseguraba la muchachada.

El cablevisión había llegado. Lentamente, quedaba atrás aquel penal que Goycochea no pudo atajarle a los alemanes. Un cambio de época. Anunciado en discursos; algunos vecinos decían que era parte de la “revolución productiva”, que pronto vendría el “salariazo”, porque esta se había adelantado.

Seis canales. Nunca habíamos tenido uno entero. La imagen, impecable, brillaba en los televisores. Al fin veíamos personas y paisajes sin “lluvia”, y el zumbido habitual había desaparecido. Estaba ocurriendo algo inaudito.

Un invierno crudo, que enfrentábamos fogoneando y viendo tele. Merendábamos con la barra, mirando “algo”, no importaba qué. Lo importante era disfrutar la novedad que irrumpía en nuestras vidas y nos hacía felices.

Lo bueno culmina rápido, profesa un dicho en el barrio, que suena a justificación, pero puntualmente aquí cayó como anillo al dedo.

Recuerdo que una tarde comenzó a soplar viento sur y a oscurecer temprano. Nosotros jugábamos al fútbol en la plazoleta Condorito, protagonizando al Batigol, a Caniggia, Latorre y, obviamente, a Diego Maradona. Chaca encarnaba el papel del Diego y lo hacía muy en cámara lenta, pero con una facultad extraordinaria: relataba el partido de todos mientras lo jugaba, en una cancha un tanto particular, ya que había juegos, arenero y árboles en el medio. Sinceramente, no sé cómo jugábamos al fútbol allí. Pasa que uno crece, aprende ciertas reglas y va resignando de a poco la felicidad, buscándola en otro lado.

Aquella tarde, el coro de madres comenzó a escucharse desde los cuatro puntos cardinales. Hacíamos oídos sordos, queríamos terminar la contienda; hasta que un trueno fuertísimo nos dejó quietos y comenzaron a llegar nuestras madres con las baritas.

—¡La barita mágica, muchachos! —gritó Chaca, y nos dispersamos, dispuestos a gambetear baritazos.

El tiempo iba tan en serio como nuestras madres. Al llegar a casa zafé de la barita por mi viejo y mi abuelo, que intervinieron, pero me dieron un sermón bárbaro y me mandaron a bañar. 

Cuando salí del baño, me fui a la pieza de mi hermana, que tenía una ventana que daba a la calle. Allí observé cómo las cunetas comenzaban a llenarse rápidamente y el viento sacudía los sauces de la vereda de enfrente. Ya de noche, el farol de la esquina se bamboleaba para todos lados con las sacudidas del viento. La luz de los relámpagos, la ventana vieja sin postigos, mi susto ante los reflejos y los ruidos de los truenos, le daban un condimento especial a la tormenta. A mis viejos les faltaban baldes y ollas para las goteras, y no pasó mucho tiempo hasta que se cortó la luz.

El día siguiente llegó: ramas por todos lados, cunetas tapadas, todos los vecinos dándose una mano para sortear algún que otro problemilla que generó la tormenta. Nosotros tuvimos el aliciente de faltar a la escuela; para entonces preferíamos mil veces agarrar una pala y jugar a los ingenieros hídricos que ir a clase. El pueblo era un caos.

Cerca del mediodía volvió la luz con una mala noticia: el cable no funcionaba. Meta tocar la tele y nada. Sacamos conclusiones y dijimos que “la tormenta cortó cables”.

El pueblo un solo comentario. No pasó mucho tiempo hasta que la gente comenzó a arrimarse a la casa del vecino buscando respuestas. Fue allí que Nino dio la peor noticia: un rayo había quemado cierto aparato que generaba la señal. Chau cable. Se comprometió a repararlo y generar algún tipo de servicio en el corto tiempo.

Invadió la decepción. Nos juntábamos a lamentarnos, hasta que uno de los pibes apareció con bolitas. El contagio fue inmediato y pasamos las vacaciones de invierno de barrio en barrio, ganando, perdiendo, arrebatando, cobrando y pegando. Recuperamos la esencia.

Un mediodía, mi viejo prendió la tele por las dudas e identificamos un aviso: volvía la señal. Ya no habría más seis canales, sino cuatro: ATC, O Globo, Bandeirantes y Canal 9 Libertad, este último con el detalle de que sería transmitido con cuarenta y ocho horas de diferido. Caímos, pero ya era otro el panorama de entretenimientos.

O Globo al mediodía pasaba dibujitos animados. Salíamos a las 17 horas de la escuela y solo esperábamos media hora para volver a ver dibujitos, en portugués. No pasó ni una semana y ya todos mezclábamos palabras del portugués en las charlas. Ir a la escuela y escuchar el “garoto”, “garotiño”, “vocé que está falando”, “o ayo que sí”, “beleza”, se había normalizado.

La revolución productiva: Incursionábamos como peces en las carnadas del neoliberalismo, mientras los vecinos perdían el laburo a través de retiros voluntarios. Otros tuvieron que migrar con el cierre total de la fábrica, y con sus éxodos se llevaron familiares y amigos. Cuando acordamos, el entretenimiento se impuso dentro de nuestras casas, pero nos descorazonaba por otros flancos.

Sin dudas, ese mundo lleno de calle, barrio, vagancia y humanismo continúa allí como testigo y centinela de nuestros sueños.

camilodicroce79@gmail.com

Foto: Camilo Di Croce en el programa radial “A Mi Manera”, presentando y tambien obsequiando su ultimo trabajo… “En lo Profundo” un excelente libro de cuentos y relatos